En la catedral Saint John the Divine habitan las figuras de un Apocalipsis
contemporáneo creadas por Jane Alexander
Las criaturas de Jane Alexander
recuerdan al 'Maus' de Art Spiegelman. / WHITNEY DALE / KINDAKINDED
En una catedral gótica uno espera
encontrar esculturas de seres imaginarios. En la catedral gótica de Saint John the Divine de Nueva York hay esculturas de ángeles, de demonios, de seres fantásticos,
de animales del Apocalipsis; pero como es una catedral episcopaliana y
progresista también hay en ella bajorrelieves en bronce de ballenas, de
elefantes, de jirafas, de bisontes, de animales salvajes en peligro de
extinción por culpa de la codicia y la imbecilidad humana. En Saint John the
Divine el gran Julio Camba decía que era posible
asistir personalmente a la transición del románico al gótico, porque la
empezaron como catedral románica en 1892, pero diez años después, cuando ya
estaba levantado todo el ábside y el arco del altar mayor, se decidió abreviar
la evolución que en la Europa medieval había durado siglos, y continuaron
construyéndola con haces de delgadas columnas y arquerías ojivales, con
ventanales y rosetones de vidrieras policromadas.
En una capilla de Saint John the Divine
hay un tríptico que fue una de las últimas obras de Keith Haring, una
delicada epifanía de muerte y resurrección en los primeros tiempos
apocalípticos del sida. Cada año, a finales de mayo, en el Memorial Day, la Filarmónica de Nueva York da un concierto gratuito en el altar mayor. En ese espacio de verticalidad
y penumbra que parece un bosque de secuoyas o redwoods gigantes la acústica es abrumadora. La atmósfera
invadida por la música lo envuelve a uno como una materia líquida. Las notas
más graves del órgano provocan una especie de trepidación subterránea.
Deambulando por esas naves uno se pregunta cómo resonaría en ellas la orquesta
deDuke Ellington, que estrenó en la
catedral, en 1968, su Second Sacred Concert. El sonido de una
palmada o de unos pasos dura varios segundos como suspendido en el aire. Las
voces del público, los aplausos suenan como viento en las hojas de árboles de
copas muy tupidas.
Los retablos de
Jane Alexander son un aviso de los terrores medievales que siguen sucediendo
ahora mismo
En la última semana he visitado tres veces
Saint John the Divine para ver una instalación de esculturas y fotomontajes de Jane
Alexander. Si una catedral románica o gótica es propicia a las
apariciones de criaturas fantásticas, en las capillas laterales de Saint John
the Divine, y en un espacio a cielo abierto que perdió la techumbre durante un
incendio en 2001, habitan ahora, temporalmente, las figuras de un Apocalipsis
contemporáneo no menos pavoroso que el de San Juan. Jane Alexander nació en
Sudáfrica en 1954, y por lo tanto sus recuerdos de la época delapartheid son tan agudos como su
talento para observar las secuelas que aquel régimen dejó en el país, las
heridas no cerradas que laceran el presente, las cicatrices que dejó en las
personas y en los lugares, en el tejido de las ciudades y hasta en la anchura
de los espacios más abiertos. El comisario, Pep Subirós, ha organizado la
exposición de tal manera que la catedral misma se convierte en el laberinto
natural de esas figuras de miedo, vigilancia, amenaza y mal sueño, un bestiario
en el que lo humano y lo animal se confunden, se desmienten, se superponen como
una máscara a las facciones de una cara, como un miembro cosido a otro cuerpo
en una cirugía atroz.
Seres humanos con cabezas de simios o de
chacales o buitres, o con máscaras tan adheridas a la piel que parecen caras
verdaderas y sólo revelan su artificio por la separación entre el ojo y el orificio
por el que se asoma; hombres pájaro o pájaros hombre con las alas amputadas a
la altura de los hombros; enanos imperiosos con picos de buitre y corbatas de
ejecutivos, vestidos con trajes negros y zapatos demasiado grandes, encaramados
como sobre un pedestal sobre una caja de explosivos. En una capilla figuras y
objetos se distribuyen sin orden aparente sobre un gran rectángulo de tierra
grumosa y roja de Sudáfrica: sólo una figura, la de un hombre negro
encapuchado, tiene tamaño natural. En otra, un ejército de criaturas con
cuerpos humanos de color de ceniza y cabezas de chacales muy erguidas y vueltas
todas en la misma dirección desfila con los pies derechos levantados al
unísono.
La catedral se
convierte en el laberinto natural de esas figuras de miedo, vigilancia, amenaza
y mal sueño
Las figuras están hechas de escayola o de
fibra de vidrio. Pero las piezas de ropa de desecho que llevan algunas, los
zapatos viejos, las botas de agua, los cuernos de antílopes o de cabras, les
dan una realidad tan estremecedora como la de ciertos objetos que se repiten en
su cercanía: montones de guantes rojos de goma, dotados de una expresividad de
manos alarmantes, hoces y machetes viejos y muy oxidados. Entre esos machetes y
las amputaciones que muestran tantas de las figuras la imaginación establece el
escalofrío de una conexión. En una capilla casi a oscuras, por la que uno está
a punto de pasar de largo, la visión periférica descubre algo que provoca una
alarma inmediata: contra la pared, sobre tres sillas labradas de coro, hay tres
de esas figuras enanas de los trajes negros, esta vez con las cabezas cubiertas
por capuchones.
Salir a la luz del día por una puerta
entornada es un alivio. Pero en esa ala que perdió la techumbre en el incendio
de 2001 hay nuevas apariciones. Una figura entre humana y de perro y de simio
sentada y meditabunda o vigilante en el hueco de una ventana. Y más allá un
doble rectángulo de barras de acero y alambre espinoso, una jaula dentro de
otra jaula, como una celda de máxima seguridad a cielo abierto. El espacio
entre los dos perímetros sucesivos está sembrado de hierba y de hoces y
machetes que en la intemperie se oxidarán un poco más cada día. En el recinto
interior una figura casi humana, con cabeza y largo pico de pájaro, jorobada y
sin brazos, parece inmovilizada en ese gesto de caminar metódico y entrecortado
de los presos que dan vueltas rápidas en un patio muy angosto.
Fotografías de Sudáfrica proyectadas sobre
una pared al tamaño de una pantalla de cine añaden otra dimensión a las
figuras, anclándolas en un país y en un tiempo: llanuras desiertas atravesadas
por torres de alta tensión; urbanizaciones protegidas por barreras
electrificadas de alambre espinoso; aceras sucias de barrios muy pobres en las
que a veces se ven perros vagabundos a los que les falta una pata; señales que
anuncian peligro o prohíben el paso; descampados sobre los que prevalece una
valla publicitaria con un anuncio risueño y absurdo, y sobre ella un cielo
inmenso de África en el que vuelan pájaros de presa.
No sabemos del todo qué mundo es éste,
pero sí que a pesar de sus criaturas fantásticas existe de verdad y es un mundo
espantoso, regido por individuos con hocicos de hienas, trajes oscuros y
corbatas, patrullado por guardianes con botas militares y cabezas de chacal,
atravesado y dividido por barreras metálicas electrizadas, por haces de alambre
espinoso. Se parece al mundo del Maus de Art Spiegelman y al de los animales sometidos a metamorfosis quirúrgicas de La isla del doctor Moreau, y también al de
ciertas imágenes de los noticiarios. En la catedral consagrada al evangelista
del Apocalipsis, los retablos de Jane Alexander son un aviso de los terrores
medievales que siguen sucediendo ahora mismo.
Jane Alexander:
Surveys (from the Cape of Good Hope). Hasta el 29 de julio.
The Cathedral Church of Saint John the Divine. Nueva York.
www.antoniomuñozmolina.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario