La madre de la literatura
La
literatura europea moderna nace a finales del renacimiento y su impulso decisivo
es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. En España no hemos
tenido un texto bíblico como modelo literario
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Hablamos como podemos y sobre
todo como nos enseñan en casa, si acaso tenemos casa. El aprendizaje suele ser
suelto y zoológico, pura imitación. Otra cosa es lo que escribimos. La lengua
de la literatura apenas tiene relación con la lengua que se habla, es el
resultado de una técnica esforzada y compleja, así que no parece raro que vaya
desapareciendo, sustituida por una prosa que se arrastra por la tierra como las
lombrices, pero con menos gracia. Escribir literariamente es una tarea
extenuante y hermosa. Los literatos actuales tienden, razonablemente, a una
escritura masificada.
Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental. Ahora que por fin se está traduciendo al castellano la versión de los Setenta, la célebre Septuaginta de Alejandría, podemos dedicar diez minutos a pensar en este particular: que en España, a diferencia de Inglaterra, Alemania o algunos lugares de Italia, no hemos tenido un texto bíblico como modelo literario.
Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental. Ahora que por fin se está traduciendo al castellano la versión de los Setenta, la célebre Septuaginta de Alejandría, podemos dedicar diez minutos a pensar en este particular: que en España, a diferencia de Inglaterra, Alemania o algunos lugares de Italia, no hemos tenido un texto bíblico como modelo literario.
El primero que concibió el
alcance inmenso que podía tener una traducción de la Biblia al idioma común y
corriente fue, famosamente, Lutero. En 1522 aparece un modo de escribir que
rápidamente se convertiría en lo propiamente literario del ámbito germánico.
Lutero estuvo atento al habla de la calle e incluso se dice que iba por los
mercados anotando expresiones como un profesor Higgins teutón. Lo cierto es que
el idioma alemán no existía, sino un sinfín de dialectos muchas veces
incomprensibles los unos para los otros. En este sentido puede decirse que
Lutero inventa el alemán literario al ingeniar una síntesis de gran belleza. Su
influencia sobre Herder, Lessing, Goethe o Nietzsche, proclamada por ellos
mismos, llega hasta las jeremiadas bíblicas de Bernhard.
Lo mismo sucede con la Biblia en
tierras inglesas y aún con mayor fuerza. La primera traducción de intensa
influencia es la de Tyndale, comenzada, por emulación, a partir de la edición
de Lutero. Sólo pudo acabar el Nuevo Testamento y parte del Antiguo, pero sus
discípulos la completaron y está en la base de la llamada Biblia de Ginebra
editada en 1560. Era la primera en usar el texto hebreo en lugar del griego,
pero el lenguaje mismo, el lenguaje literario de la Biblia de Ginebra, contiene
un ochenta por ciento de Tyndale según Harold Bloom.
La Biblia de Ginebra tuvo una
gran difusión y es la que leyeron Shakespeare, Milton, Spenser o Donne, pero
era de ideología puritana de manera que el rey Jacobo I encargó una nueva
versión para uso de la Iglesia de Inglaterra. Es la célebre King James, que se
completa en 1611. Esta será la Biblia común de ingleses y americanos, una obra
maestra traducida del texto hebreo (el Antiguo Testamento) y del griego (el
Nuevo). Escritores como Melville o Faulkner serían inconcebibles de no contar
con esta fuente siempre conspicua. Autores de muy distinta musicalidad, como
Dickens, Joyce o Jane Austen, son también hijos de tan asombrosa obra de arte
literario.
En España, como es nuestro
frecuente destino, eso no fue posible porque la prohibición de leer la Biblia
se prolongó hasta el siglo XIX. Y aún podríamos añadir que ni siquiera en el
siglo XX es una lectura literaria común, excepto entre los mejores, como Juan
Benet y Sánchez Ferlosio, lectores admirados de la Biblia del Oso, nuestra
traducción renacentista. El siglo XXI ya no necesitará que nadie la lea. Hemos
llegado a otro mundo y no está en éste.
La historia de la Biblia del Oso
y de su autor, Casiodoro de Reina, es una novela fascinante. Sorprende que no
haya dado pie a una serie televisiva en los periodos medianamente liberales que
hemos tenido en ese ente. Casiodoro de Reina era un monje del monasterio de San
Isidoro, próximo al centro urbano de Sevilla, en donde burbujeaba la Reforma
luterana con auténtico vigor. En consecuencia, él y otros doce monjes se vieron
obligados a huir en 1557 al saber que la Inquisición se estaba interesando
seriamente en sus ideas y trabajos. Bien hicieron, porque de los cien que no
pudieron escapar cuarenta murieron en la hoguera.
Se instaló primero en Ginebra,
pero la intransigencia calvinista le hastiaba y las ejecuciones le repugnaban.
Se exilió, entonces, a Londres donde llegó a ser nombrado pastor con parroquia
y pensión. Sin embargo, las relaciones diplomáticas con España habían dado un
siniestro poder a los espías de la Inquisición, así que hubo de huir nuevamente
en 1563. Su efigie había sido quemada en Sevilla un año antes y su cabeza tenía
precio. Buscó entonces refugio en Fráncfort, donde vivía su suegro. El resto de
sus días los pasará en constante trasiego entre esta ciudad, Basilea y
Estrasburgo.
La Biblia del Oso, así llamada
por la ilustración de portada, un oso en trance de arañar con sus garras un
panal, aparece en 1569 y es una de las más bellas y perfectas del conjunto
europeo. Tiene la peculiaridad de que, aun siendo obra de un creyente
protestante, contiene el entero canon católico. Su nombre es la transcripción
icónica del impresor, Samuel Biener (Apiarius), y juega con el oso de Berna y
las abejas del apellido. Cipriano de Valera, otro de los monjes que huyó de
Sevilla junto a Reina, editó en 1602 una segunda edición con algunas
alteraciones y esa es la biblia de los protestantes hispanos así como la de los
literatos de arte mayor.
Al igual que los casos alemán,
italiano o inglés, la escritura de Reina es un fabuloso ejemplo de la lengua
común castellana de su siglo, empleada con suma elegancia literaria. Si la King
James suele compararse con Shakespeare (aparece cuando se estrena The Tempest),
Reina puede hacerlo con Cervantes cuyo Quijote data de 1605. Así lo juzga
Menéndez Pelayo: "(Casiodoro de Reina es) el escritor a quien debió
nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati". La frase (citada
por González Ruiz en su inencontrable edición de 1987) parece un sacacorchos,
pero se entiende: Reina inventa el castellano literario de la calle, por así
decirlo, como Giovanni Diodati inventó el italiano en su traducción de 1607,
obra maestra de la lengua de su país.
No obstante, la frase de Menéndez
Pelayo es extraordinaria porque, habiendo podido ejercer la influencia que las
traducciones bíblicas tuvieron en Inglaterra o Alemania, en España esto no fue
posible. Muy poca gente leyó la traducción de Reina en nuestro país. Podía
costarle la vida. Todavía en 1835, cuando George Borrow recorre España
intentando vender biblias protestantes, su vida pende de un hilo. Hay que leer
sus aventuras en La Biblia en España (hay una muy notable traducción de Manuel
Azaña), para darse cuenta de lo que debió de soportar. Casi hemos de ponernos
en Unamuno para divisar la influencia de la Biblia del Oso en algún escritor de
altura.
Pero entonces, si no se produjo
un efecto similar al del resto de Europa, una lectura doméstica del texto que
originara un estilo literario, ¿cómo explicarse la aparición en España de una
literatura en lengua vulgar, pero de gran elevación estilística? Comprendo que
cometo una imprudencia al dar mi opinión de un modo tan abrupto, pero tengo
para mí que el Quijote de Cervantes, cuya primera parte se edita en 1605 y la
segunda en 1615, cumple exactamente con las condiciones exigidas en ese momento
de fundación literaria en lenguas vernáculas europeas. Sus trescientas citas de
las Sagradas Escrituras confirman un extenso conocimiento del texto bíblico,
aunque no se ha podido establecer qué traducción llegó a sus manos.
Puede sonar como una frivolidad
de aficionado, pero ¿no podría ser el Quijote nuestra particular Biblia y de
ahí su enorme éxito, no sólo en España sino también en Inglaterra y Alemania?
Una Biblia laica, sin subida nobleza, pero mucha sagacidad, sin grandeza
quizás, pero con cálida fraternidad, sin heroísmo, pero con esa simpatía que se
da en los países pobres hacia los pequeños, los desvalidos, los chiflados. Una
Biblia aún más popular que la elegante traducción de Casiodoro de Reina para un
público algo más bajo, más vulgar que el lector protestante norteño. Un libro
que expresa igual o mayor desengaño que el que pueda leerse en el Eclesiastés,
igual o mayor fervor amoroso que en el Cantar de los Cantares. Una Biblia
descreída e irónica. Una Biblia para un país sin Biblia.
Félix de Azúa es escritor.
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